Lo más triste de estar triste es no permitirte estarlo.
Recuerdo que días después del legrado que me separó físicamente de mi hijo no sentía ganas de llorar pero no pasaba ni una hora sin que notara que por mis mejillas corrían lágrimas como puños.
Mis ojos, que como los tuyos, son muy sabios hacían su trabajo dejando que la pena saliera.
Cada vez que recuerdo esos días mi cara se transforma en esa expresión de shock y no aceptación que tuve durante muchos días, porque lo que yo quería… lo que quería de verdad era volver a ser la persona que no había perdido un hijo.
No hago este ejercicio muy a menudo porque es absolutamente desgarrador recordar aquel mes en el que ya no había nadie en mi vientre pero éste seguía teniendo forma de embarazo.
Ya os he contado muchas veces que inmediatamente después de que la ecógrafa determinara que ya no había latido y que Salvador García Aguirre nos atendiera con la compasión más bonita, hermosa y acertada que había sentido en mi vida, Pablo y yo nos quedamos abrazados a la salida del hospital. Él lloraba y yo lo sujetaba porque era la primera vez desde que todo esto había empezado en la que se derrumbaba y era consciente de que ya no podríamos ser padres.
Entretanto yo pensaba “He de volver al trabajo, he de llamar a la editorial para gestionar cuanto antes la presentación del libro, he de adelgazar…” y me sentía asquerosamente egoísta por estar pensando este tipo de cosas en ese momento. Ahora sé que lo que quería era salir corriendo de ese lugar de mi vida en el que mi hijo no tenía latido. “No hay latido” tres palabras que a día de hoy siguen retumbando como pasos de elefante en mi corazón.
Y si. Volví al trabajo una semana después del legrado e hice todo lo posible por acelerar la presentación del libro (al que hubo que paralizar la impresión porque me empeñé en añadir un último capítulo) y en Junio de 2013 cumpliéndose un mes de todo aquello estaba en Huesca hablando por primera vez en radio sobre “No tires la toalla hazte un bonito turbante”
La vida siguió (supongo) porque pasaron muchas cosas (la creación de Grupo de Apoyo Hello, conferencias, viajes, eventos, apariciones en prensa, colaboraciones increíbles, personas… ) hasta que en 2017 me rompí de tal modo que todos estos pedacitos saltaron por los aires y ya ni proyectos ni “proyectas”, todo se detuvo para mí y me sumí en la nada más absoluta: una depresión que duraría tres años.
No quiero decir que no asumir que había perdido un bebé durara tanto tiempo o que esto fuera el único motivo de la depresión, pero obviamente algo tuvo que ver.
Había asumido que había perdido un bebé y que no sería madre, de eso estoy segura, pero no me había dado la oportunidad de vivir el proceso de duelo porque lo que yo quería era estar bien y en ese deseo me había perdido la oportunidad de llorar la pérdida y dejar que la herida se abriera y posteriormente cicatrizara correctamente.
En cambio le había hecho una cura de emergencia y había seguido caminando.
La depresión fue una oportunidad para hacerme cargo de todo lo que había pasado y aunque esta fue producto de un desgaste cognitivo propio de la esclerosis múltiple, y un nivel de estrés originado por la sobrecarga de trabajo (el diagnóstico del psiquiatra fue “depresión severa por agotamiento extremo”) pude al fin permitirme llorar cada vez que me apetecía y de forma consciente la pérdida de Nicolás y Chloé, los hijos que jamás llegarían a mi vida pero que tengo presentes cada día porque estarán junto a mí hasta mi último suspiro.